En la vida todo es cuestión de medida, de encontrar la justa medida para cada cosa, cada acción, cada pensamiento, cada declaración. Y ese es el problema porque no existe LA MEDIDA, no existe un metro guardado en París en el que basarnos. Ni siquiera existe la medida para cada acción (comer: metro y medio, dormir: seis metros) , cada palabra, cada movimiento, pues todas estas cosas han de combinarse con el tiempo, el momento en que se dan: lo que es bueno en una situación dada, no lo es en la siguiente, por parecida que parezca.
Así que tengo miedo (y mucha excitación): hay una cueva delante mío en la que ya he entrado y he explorado algunas de sus cavernas. Es una de esas cuevas de las que se dice que son peligrosas, que la gente que se adentra demasiado no vuelve. Yo sé que tengo que entrar, me lo pide la sangre, y a la sangre hay que hacerle caso...casi siempre. Todo se reduce a un problema de medida: ¿hasta donde entro ? ¿Cuánto tiempo me doy para explorar? ¿Qué pretendo sacar de esto? ¿Hay algo que sacar?
Podría entrar solo un poquito y pasearme, deleitarme con las pequeñas maravillas que mi linterna descubre: el brillo de un mineral inesperado, las esculturales formas producidas por milenios de corrientes subterráneas, el obstáculo de un lago inesperado que parece infinito... Pero todo eso ya lo he hecho y ahora quiero seguir viniendo,quiero encontrar una barca y ponerme a navegar bajo la tierra, quiero descolgarme por alguna de las simas que he encontrado en mi camino y explorar algunos recovecos peligrosos pero ¿conseguiré volver? ¿Hasta cuándo hay que explorar? ¿Y cómo? Porque está claro que si no hay medidas, no puede haber mapas.
Puedo darme la vuelta y marcharme, pero algo dentro mío me grita que esto es importante. Y de muevo aparece el tema de la medida: ¿Hay que hacerle caso siempre a esta voz oscura y roja? ¿Hay que seguirla hasta la muerte o vale rendirse? ¿Y cuándo rendirse? ¿Y cómo rendirse? ¿Rendirse a quién?
Y aquí estoy, perdida, como siempre nos pasa los que buscamos. En fin.
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