A menudo las personas se me vuelven laberintos y me pierdo, paso de estar en un lugar que yo creo conocido a encontrarme en un paisaje oscuro y desasosegante del que no conozco nada. La sensación es tanto más extraña cuanto no paro de decirme a mí misma que no se cómo he llegado hasta aquí, cómo es posible que un prado verde bajo un enorme cielo azul se haya convertido en este angosto pasadizo de espinos.
No encuentro el camino de salida porque no sé como vine a parar aquí: ¿abrí una puerta prohibida, di un salto al vacío como quien pasea por el pasillo de su casa? ¿o fue el otro el que me empujó a este lugar inhóspito y nublado? ¿quien pronunció la palabra que me trajo aquí? ¿El otro? ¿yo? ¿De quien fue la culpa?
Porque finalmente es de eso de lo que se trata, de quien es el culpable de que me encuentre aquí perdida. Porque sé que en un rato estaré en otro lugar, habré encontrado la salida, volveré a transitar por los lugares seguros de mi vida y de la suya, pero no perdono el haber llegado hasta aquí, haber perdido mi paisaje de primavera, de playas tranquilas, por este otro donde todo duele y señala. Pero ¿a quien no he de perdonar? ¿A mí? ¿Al otro?
Y me pregunto frenéticamente por qué: por qué destrozar la belleza, por qué romper las figuritas de cristal que con tanta ilusión construyo, por qué agarrarse a la muerte, a los problemas, a la dificultad, por qué evitar sistemáticamente la alegría, la locura, la risa, por qué esa guerra declarada a la ilusión. Pero también por qué no sé sujetarme a mis convicciones como quien se agarra a una cuerda de seguridad, por qué tengo esta facilidad para perderme, por qué abandono mi calma tan rápidamente, por qué no sé ver la risa en el desconcierto, por qué me empeño en dar el poder de mi teletrasportación al otro, a cualquier otro.
Preguntas, preguntas, preguntas para no quedarme donde estoy, el único lugar en el que se encuentra la respuesta.
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