Estoy parada delante de un hueco enorme que a veces se abre ante mis pies. Es un pozo estrecho y oscuro del que no conozco la profundidad, apenas entrevista cuando alguna vez he lanzado una piedra a su interior sin llegar nunca a oir el sonido que debería hacer al chocar contra el fondo.
Lo miro cansada de encontrármelo cuando menos lo espero, cansada de rodearlo, de fingir aterrada que no está y seguir mi camino, así que pertrechada con todo mi hastío, mi miedo, mi poco de rabia y el convencimiento de que no puede ser peor estar parada delante de este precipicio que explorarlo, agarro una cuerda y me dispongo a bajar.
En ese instante recuerdo que le pedí que fuera ella mi cuerda, mi asidero en esta exploración que tanto me asusta y me atrae, le pedí que fuera la luz que marca el camino de regreso a casa, la voz que me recordara en medio de la previsible oscuridad que sigue existiendo el sol ahí fuera, que se convirtiera en mi ancla, en mi acompañante secreta, pero no quiso. Contestó que ella ya había estado mucho tiempo en el lugar donde quiero ir y que allí sólo se puede ir sola, se dió la vuelta y empezó a alejarse. Sin despedidas, sin parabienes, nada. Me quedé mirando su espalda sin entender por qué se negaba a ayudarme, a acompañarme, por qué nunca le caí bien.
De repente se paró y, sin volverse a mirar, me dijo que me tomara un tiempo para pensarlo con detenimiento, como si mi decisión de bajar al pozo fuera un capricho, una inconsistencia de niña malcriada, la ventolera de una descerebrada o el desafío de una adolescente desnortada. Le contesté con toda la serenidad que pude reunir que era una decisión meditada, que tenía una magen en mi cabeza que necesitaba concretar. Entonces sí, se volvió a mirarme ligeramente asombrada, como si de mí no pudiera esperar una contestación sensata, y me dijo que si quería podía contarle mi viaje a la vuelta, que estaría allí para escucharme. No pude evitar una sonrisa entre irónica y triste y le contesté: "claro". La vi alejarse sin mirar una sola vez atrás, imagino que aliviada de librarse de mí, nunca he sabido por qué no me apreciaba. Demasiadas palabras, quizá.
Vuelvo al presente y miro el precipio profundo y oscuro que me acompaña desde hace tanto. Con un suspiro me ato la cuerda a la cintura sin encontrar un punto de anclaje para el otro extremo. "Bien- me digo- si tiene que ser así, que sea". Me siento en el borde buscando donde asegurar mis pies, al fondo no se ve nada, está muy oscuro. Ya no pienso en monstruos ni arañas ni muerte, nada, la decisión está tomada. Voy deslizándome poco a poco en su interior y, cuando estoy a punto de meter mi cabeza en esa oscuridad, asustada como nunca, sin saber si encontraré el camino de vuelta, si no se romperán demasiadas cosas valiosas en este empeño, recuerdo que sí tengo anclas fuera, anclas de bracitos delgados y mirada firme, de amor infinito, de realidad tangible y caliente, de necesidad perentoria y besos pequñitos...sí, volveré, no sé cómo, pero volveré.
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