martes, 29 de junio de 2010

Vuelos

Le tengo pánico a los aviones, los odio, los soporto cuando no queda más remedio y los evito siempre que puedo. No llego a la situación de algunos que necesitan drogarse o emborracharse para tomarlos pero me ponen muy nerviosa. Hasta hace poco cada vez que nos llamaban para embarcar no podía evitar pensar que mis huesos acabarían mezclados con los de toda esa gente que compartía cola conmigo. Otras veces, cuando han anunciado un retraso por avería, me he quedado debatiéndome entre comportarme como el resto y esperar pacientemente o huir despavorida, convencida de que el aviso es una premonicion de desastre, una oportunidad que me da el destino de escapar a la muerte.

Sin embargo, hubo un tiempo hace ya muchos años en que mi vida era tan caótica, tan absolutamente intensa, tan desgarradora, que sorprendentemente perdí todo miedo a volar. Pensaba que no podía pasar más nervios, más incertidumbre, más dolor y más estremecimientos en un accidente de avión, por mucho que en ello me fuera la vida, que en mi propia vida real. Y durante una corta temporada (el tiempo que necesité para crecer, para reordenar mi vida, para volverla más tranquila, aunque más oscura...hasta que el amor volvió) pude disfrutar del placer de volar.

Era maravilloso mirar por la ventanilla esa inmensa catedral de nubes irreal por la que transitábamos como si nada, mirar allá abajo lo que seguro eran enormes cargueros zarandeados por las olas y que a mí me parecían diminutos barquitos en paseos placenteros. Me costaba imaginar que en una misma realidad pudiéramos estar yo, al sol, mecida por mi pájaro de metal, viajando entre algodones, y los marineros allá abajo, ateridos de frío, rezumando humedad, en medio de montones de hierros repintados u oxidados, empujados por las corrientes y las olas, solos, lejos de su gente.

Recuerdo incluso en medio de aquella vorágine en que se convirtió mi vida un viaje en avioneta particulermente hermoso, sólo 7 personas en el aparato, sentados junto a los pilotos. Nos habían dejado en cada asiento una bandejita con papel film en la que había una manzana, un zumo, unas galletas y un sandwich. Nos dieron antes de partir unos tapones para los oidos que acabaron siendo necesarios por lo que no hablamos los unos con los otros. La avioneta volaba a baja altura y el paisaje era sobrecogedor: nubes en enormes columnas como no he vuelto a ver entre las que deambulábamos, abajo un inacabable tapiz verde oscuro del que adivinaba una vegetación desconocida para mí, árboles y más arboles que no dejaban ver al color del suelo, y un serpenteante río desgarrándolo, con sus meandros muertos, sus islas, sus curvas absurdas. Fue increible. A la llegada al extraño aeropuerto privado, un pequeño edificio en medio de la nada, el pasajero que había estado sentado frente a mí todo el trayecto me dió un papel y me pidió que no lo leyera hasta el día siguiente. Luego se marchó dejándome perpleja para volver dos minutos más tarde preguntándome si no me importaba intercambiar la manzana que yo todavía llevaba en la mano por la suya. Lo hice. No he vuelto a saber de él.

El tiempo ha pasado y los aviones vuelven a asustarme mucho. Lo disimulo, para eso soy adulta, para disimular entre otras cosas. No he vuelto a algunas de las locuras que hacía al principio de volar, como visitar capillas de aeropuertos o imaginar desastres espantosos, pero sigue sin gustarme nada despegar los pies del suelo (quien lo díría de una aventurera de la irrealidad como yo!).

Y quizá porque una cosa va relacionada co la otra, la intensidad con lo inesperado, la calma con lo previsible, no he vuelto a tener extraños encuentros con desconocidos en ningún vuelo, nadie ha vuelto a entregarme una carta de amor en un aeropuerto ni he vuelto a admirar paisajes como aquel. Sé que suena hermoso al escribirlo pero no quiero hacer trampas: aquella etapa de mi vida fue intensa pero tambien fue muy dura, un tipo de dureza muy diferente a la de ahora, más calmada, más interna, más callada. Por eso siempre me debato en la duda, quizá porque no sé vivir en la calma sin que se me apaguen las cosas, o vivir en la intensidad sin quemarlo todo. ¿Habrá manueles en internet para aprender a volar en el justo punto medio?

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