Alguien muy joven y muy reflexivo me ha dicho hoy que estamos tan llenos de sentimientos que necesitamos colocarlos en cualquier lugar, incluso en una casa, cuando una casa finalmente no es más que tierra, arena y guijarros.Y tiene razón.
Hoy hemos dejado la casa en la que hemos vivido diez años. Es una casa que nunca me gustó especialmente, una casa de compromiso, un lugar que sirvió adecuadamente a nuestras necesidades y poco más. La compramos de segunda mano así que de ella no elegimos nada, nos limitamos a aceptarla como estaba, con su cocina de roble oscuro, sus azulejos con relieves de flores, su pasillo y sus habitaiones pequeñas, pero también con su enorme salón, su baño luminoso, su luz a raudales y su tamaño perfecto.
Una casa es solo una casa, el lugar que te protege del frío (y de los malos cuando duermes), el lugar que te permite quitarte los zapatos y la coraza para ser tú con todas tus miserias y tus gracias, el lugar donde compones tu comida, donde acumulas tus objetos, donde tejes tu vida íntima, donde te enfrentas a tu cuerpo y sus cambios. Sé por experiencia que generalmente tanto vale un lugar como otro, solemos acabar construyendo nuestros nidos donde podemos y con lo que podemos, y una casa no deja de ser un acúmulo de muros, ladrillos, planos y huecos más o menos bien distribuidos.
Pero debe ser cierto que tenemos tantos sentimientos que necesitamos colocarlos en cualquier lugar, afarrar nuestros recuerdos a cosas físicas para que nos se pierdan en el océano infinito de nuestras neuronas. Quizá por eso revestimos de entidad a una madera plana ("aquí fue donde colocamos el metro para medir cómo crecían los niños"), a un habitáculo ("aquí dormíamos todos juntos en el suelo cuando nació la niña"), a una mesa cualquiera ("aquí echamos un polvo glorioso"), porque nos da miedo olvidar, porque nos parece que junto a las cosas que nos acompañaban nuestros recuerdos están a salvo, como si las paredes de la casa pudieran realmente contar lo que pasó, lo que ya no sabemos, lo que ya no tenemos en mente.
Cuando era niña me resultaba incomprensible la facilidad con que los mayores se deshacían de objetos, casas, coches, sin tener en cuenta para nada la carga emocional que tenían. Ahora lo que no sé es cuándo me convertí yo en mayor, cómo aprendí a no escuchar esa voz tan clara, tan potente, que me decía que tras cada objeto hay una historia, que tras cada lugar habitado y luego abandonado, se queda gran parte de nuestra vida, de nuestro hilo, de nuestra historia. Pero quizá la vida sea esto, este lento despojarse de cosas, de historias, de recuerdos, de anhelos, de traumas, de llantos, de risas, para acabar marchándonos como vinimos,desnudos, sencillos, puros.
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