domingo, 16 de octubre de 2011

Burbuja

Apenas tres palabras de mi hermana nos trasladan a una situación idílica: sentados todos frente al fuego de la chimenea, felices y contentos, tomando un café y esos pastelitos propios de Todos los Santos y que me encantan no sólo por su sabor sino precisamente porque sólo hay una corta época del año en que se ponen a nuestro alcance. Nos dividimos en dos grupos logísticos: los que preparan el café y encienden el fuego y los que nos comprometemos a encontrar los sudodichos bocaditos dulces dos semanas antes de la fecha oficial para saborearlos.

Y conducimos mucho para descubrir que, incongruentemente, en mi ciudad las pastelerías cierran los domingos por la tarde, a veces incluso con recochineo pues se toman la molestia de explicitar en un cartelito primoroso que disponen de buñuelos aunque no abran. Pero nuestra perseverancia da un magro fruto en forma de nueve (nueve para siete personas) pastelitos. Subimos de nuevo a casa y ponemos en marcha esa imagen prefabricada y dulce que teníamos en mente...a pesar de que no hace el frío suficiente como para disfrutarlo de verdad y de que el café me sienta mal.

Estamos juntos, es cierto, aunque cada uno un poco a su bola: la tele, el iphone de alguno, las demandas infantiles y el sueño propio de estas horas nos mantienen apartados pese a la proximidad. Pero hay tazas, y azúcar suficiente, y fuego, aunque de algún modo falte lo que era la base de esa burbuja que teníamos en mente.

Dos horas después estoy nerviosa e inquieta y me pregunto, como siempre en estos casos, si realmente me está ocurriendo algo que lo justifique, algo que mi mente busca sin descanso (y a veces encuentra, porque nada es perfecto y siempre hay cabos sueltos) o es tan solo la cafeína jugándome la mala pasada de siempre que sucumbo a estas imágenes que nos han vendido las torrefactoras y las macroempresas de alimentación.

O se, que la pregunta es obvia: ¿valió la pena? Pues sí, definitivamente, a pesar del malestar de estómago y una ligera sensación de vacío. Hay que perseguir los sueños, aunque acaben resultando un fiasco. Pero por nosotros que no quede.

viernes, 7 de octubre de 2011

Wally

Me siento un poco como Wally antes de salir de casa a una de esas exploraciones llenas de gente de las que él es especialista. Imagino que lo suyo es un don, que sencillamente sale de casa con una idea en la cabeza y, se proponga lo que se proponga, acaba rodeado de gente vestida de colores parecidos a él, dispuesto a esconderse con una gran sonrisa entre la multitud.

O quizá no, quizá se prepara de antemano buscando los momentos donde pueda tener garantizada una muchedumbre complaciente, a lo mejor anda de ciudad en ciudad buscando eventos multitudinarios como un concierto de rock, una operación salida por puente inminente, un parque temático cualquiera a final de curso o quizá acecha en busca de accidentes más o menos previsibles.

El caso en que me siento como imagino que debe sentirse él con su jersey a rayas rojas recién puesto, cuando todavía está con las llaves de su casa en la mano, la mochila a la espalda, intentando recordar si ha cerrado bien el grifo, si ha apagado todas las luces y si el gato tiene comida suficiente para no morir de hambre en su ausencia. Como él pero sin saber si tengo su mismo don para encontrar lo que busco. O sea, que estoy preparada para el viaje, pero no sé dónde voy.

Hace muchos años un amigo de mi padre me dejó conducir su yate un ratito en un día de mar calmo y fue una sensación curiosa: debajo de mis pies aquella máquina poderosa, en mis manos un volante y frente a mí ¡no había carretera! Podía ir donde quisiera pero la posibilidad de elegir era tan grande que perdía su sentido: si no hay caminos, cruces, carteles indicadores ¿cómo saber a dónde ir? ¿Tiene alguna importancia la dirección que elijas? ¿O todo se convierte en un juego sin sentido? Así me sentí yo: la libertad era inmensa...y el aburrimiento también porque ningún camino que inventara llevaba a otra parte que no fuera el mar.

Sé que en este caso es diferente, el camino lo forjo yo con cada uno de mis pasos y, lo quiera o no, según lo larga que sea mi pisada, los metros que dé cada día, dónde me encuentre al ponerse el sol, marcaré sobre la tierra un camino concreto, directo o tortuoso, ancho o angosto, ampliamente recorrido por otros o solitario como boca de lobo, un camino en cualquier caso que solo podré ver cuando lo haya recorrido.

El mundo a mis pies, pero ciega. Curioso destino el nuestro.