jueves, 29 de septiembre de 2011

Piedra




Me previene. Me dice : "cuidado con reverenciar a nadie". Y me quedo perpleja un primer momento. Luego voy atando cabos y comprendo. Recuerdo palabras parecidas salidas de otros labios, en un lugar muy diferente y hace algún tiempo, palabras más sencillas, la verdad (¿quien utiliza en una conversación normal la palabra "reverenciar"?)

Abro entonces la verja del jardin y me lo encuentro llenito de estatuas, cada una de ellas en su propio pedestal, cada una con su nombre y apellido. Estatuas hermosas y enormes, adornadas con joyas refulgentes y mantos espesos que les tapan los pies, en poses sólo aptas para pasar a la posteridad, cargadas de frases solemnes y lapidarias. Y a sus pies, a los pies de cada una de ellas, una tumba en la que duermo yo. Así que no me queda mas remedio que comenzar a derribarlas, yo, que siempre había sentido un desasosiego extraño cada vez que veía tumbar estatuas de los prohombres caducados de cualquier patria convulsa. Pero no hay remedio, son ellas o yo, y toca comenzar.

¿Cómo se tira al suelo una figura imponente de piedra maciza sin contar con un tractor, un camión con pluma o, por lo menos, un caballo percherón? N tengo ni idea. Ni siquiera tengo idea de qué podría hacer si tuviera alguna de estas cosas, no conduzco maquinaria pesada y no sé nada de caballos. Doy vueltas y vueltas alrededor del pedestal de la que me parece más asequible, dicen que caminando suelen surgir grandes ideas, pero nada, quizá porque la figura imponente me mira amenazante. Y no es solo ella, sino todas las demás, cargando sus miradas pétreas e impasibles, duras, fijas, en mi espalda, mis manos, mi cerebro y mis pies.

Y me entran las dudas, como no podía ser de otra manera tratándose de ellas y de mí:si ellas están subidas en pedestales será por algo, ¿no?. Seguro que han hecho grandes cosas, seguro que son grandes ejemplos para la humanidad, que pueden guiar mis pasos pequeños y miserables por el mundo, convertirse en la brújula de lo que puedo o no hacer para conseguir el éxito (¿qué éxito? ¿éxito en qué?), eminencias que me sugieren sin una sola palabra que nunca estaré a su altura, que lo que ellas han hecho no puedo superarlo ni en mil años que viva, que a su lado no soy nadie, no soy nada...

Despierto de repente de la melopea que me cantan sibilinas y, sin mirar nada más, sin escuchar nada más, busco una piedra que quepa en mi mano y comienzo a cavar a los pies del primer pedestal. Puede que me lleve mucho tiempo pero no seré yo quien acabe en el suelo. Por estas.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Falsa rubia

Debe estar en alguna parte, debajo de la cama articulada, o en la bolsa negra que mi madre guarda en la taquilla monopolizándola, o en el cajón de la mesita-bandeja. O quizá la tiré sin darme cuenta una de estas noches interminables en la enorme papelera del baño, lo cual, si es cierto, vuelve la cosa totalmente irremediable.

Pero a lo mejor no fue aquí, aunque me parezca lo contrario tengo vida fuera de estas paredes de color crema, lejos de los tubos y los gorgoteos y los asaltos continuos a nuestra intimidad. O sea que es posible que la haya perdido entre la ropa sucia de casa, o que la haya metido por un despiste en un tuperware y la tenga congelada en la nevera. O la dejé escondida sin querer entre la legión de peluches de mi hija, o el mayor se la llevó para enseñarla a los amigos del insti. Pero no creo, me la hubiera devuelto... o me hubiera confesado, dada la gravedad del asunto, que la ha perdido como pierde tantas cosas que a mí me parecen importantes y sin las que él vive perfectamente.

Puede que esté en el bolso, lo he mirado pero ya se sabe cómo son los bolsos, agujeros negros de fondos insondables, sede de las cosas más insospechadas, refugio de objetos pequeñitos y a menudo pinchantes que te sorprenden en cualquier busqueda cotidiana de llaves recordándote que eres roja por dentro, o sea, que tendré que volver a mirar, organizar incluso una misión de cascos azules para que saquen de sus escondrijos a todo lo que coloniza mi bolso sin permiso descolgándome el hombro.

En fin, que desde que todo esto empezó he perdido la cabeza. Mucho me temo que es una cosa suya, que huyendo está intentando soslayar tanta zozobra, tanta incertidumbre y tanta certeza de esas incómodas de mirar. Maldita sea, porque desde que se fue parezco más tonta de lo que soy. Y, si no eres rubia, el glamour se pierde.

Enfermedad y muerte

Yo podría haber sido cualquiera de ellos: ese hombre de pelo blanco que vive en los ascensores empujando camas, sillas, que conoce las tripas de este infierno como los rasgos de su cara, que distribuye el dolor a donde le piden que lo haga; esa mujer empeñada en acarrear cubos, mopas, trapos, limpiando para quienes nunca se lo van a agradecer porque se están quedando ciegos ante su propia podredumbre. Podría ser esa chica de la cola de caballo y los zuecos rojos, repartiendo pastillitas de nombres impronunciables -toda secta tiene su propio lenguaje- por los cubículos, memorizando números, dosis, fórmulas, horarios, esclava de los cuerpos y de los brujos que todo lo pueden. O podría haber sido ese hombre de los ojos rasgados, diferenciado del resto tan solo por el letrero de su bata blanca, andando con majestuosidad por los pasillos, con una cohorte silenciosa e invisible atenta a sus más mínimos designios.

Desde que tengo uso de razón quise ser uno de ellos, trabajar aquí, vivir aquí, moverme, dormir, caminar, respirar aquí. Si lo hubiera conseguido habría aprendido a dividir los cuerpos en fragmentos claramente diferenciados, a seguir la pista repugnante de los humores y las miasmas de los dolientes, a convivir con la impotencia de saber que mi arte es escaso y efímero, a ignorar el sufrimiento ajeno para que no me infecte, para que me permita pinchar, sangrar, levantar, maniobrar, abrir cuerpos con mano firme. Formaría parte de una máquina bien engrasada y conocería perfectamente mi lugar en el mundo a costa de borrar todo lo que no puede ser cuantificado, medido, analizado, encajado en un molde. Durante unos turnos interminables me dedicaría a arrancar gente de la muerte a costa de olvidar en qué consiste estar vivo, encerrada como ellos, los que sufren, entre estas paredes blancas, donde todo es como debe ser, donde todo funciona milimétricamente y la gente se preocupa con razón, donde se lucha de veras por la vida pero donde, sorprendentemente, la vida no tiene espacio para ser vivida.

Un amigo que conoce las tripas de este edificio me contó que el sexo es fácil y frecuente en este lugar. Quizá los hombre que acarrean camas, las mujeres con sus mopas, las muchachas con sus drogas, los brujos circunspectos que habitan este monstruo inevitable (esos que en la vida real se llamarán Pepa, Juan, Antonia, Bea y que aquí no tienen nombre) no han encontrado otra manera de conjurar la vida, de anclarla a su cuerpo, de liberar tanta pena, tanto dolor expuesto ante sus ojos, tanta impotencia empaquetada en tan poco espacio.

martes, 20 de septiembre de 2011

De vuelta

He vuelto. Y si esto funciona como en la vida real, que no sé, debería pedir disculpas, imagino. Nadie se marcha de repente de un lugar sin despedirse, ignorando a quienes te acompañan, les conozcas o no. Si siempre saludo al conductor del bus mientras pago mi billete o me despido de la cajera del súper cada semana entre un mar de bolsas ¿no debería haber dicho un hasta luego, un nos veremos, no debería haber pergeñado una disculpa, una razón, para marcharme?

En mi descargo diré que no sabía que me iba, lo cual es raro, porque en la vida real uno sabe siempre que se va, lo notas en las articulaciones de tus pies, en que los objetos se mueven hacia atrás para dejarte espacio, en que abandonas muebles, papeles pintados, luces artificiales, ¡incluso caras! para sumergirte en un paisaje diferente. Pero aquí no es así, el movimiento es más sutil, tanto que no hace falta ni la intención de moverte: quedándote quieta, no haciendo nada, te marchas. Se me ocurre que quizá no es solo la red donde esto ocurre, debe haber otras muchas situaciones en la vida (la amistad, el amor, el trabajo quizá) donde pasa lo mismo: o mueves los pies para quedarte o te marchas sin remedio.

No sé bien por qué me fui, últimamente colecciono más incertidumbres que de costumbre, no encuentro los porqués de casi nada de lo que me sucede, así que quizá me estoy volviendo sabia como Sócrates, que sólo sabía que no sabía nada. (Hummmm, esto me gusta, me gusta mucho!. A ver si recuerdo esta frase cuando me vuelva una abuela desmemoriada, no sabré qué he desayunado ese mismo día ni dónde está el baño de mi casa ni cual es mi nombre pero por eso mismo estaré segura de haberme convertido en una mujer sabia. ¡Es perfecto!). Así que, al no conocer los porqués, no se me ocurre una disculpa convincente que ofreceros salvo el recurrido “lo siento” de costumbre.

He vuelto, pues. Lo que no sé es cuanto tiempo me quedaré, todavía no domino esto del movimiento sin moverme.