domingo, 17 de abril de 2011

Mañana

Mañana cumplo años, pero no es sólo eso. Mañana pongo en marcha un nuevo trabajo que no he experimentado, pero tampoco es sólo eso. Mañana tardaré mucho en volver a casa, pero no, no es eso. Lo realmente trascendente es que mañana puede que cambie el mundo. Con una frase. Una sola frase que no pronunciaré yo, una frase que marca una frontera, una linea nítida y clara que divide la vida en dos, que convertirá toda experiencia en un antes y un después.

Las cosas, lo que sea que esté ocurriendo, están pasando ya, pero no lo sabemos y por eso no existe, o lo hace como una nube posible en la distancia, una estadística, una leyenda que pudiera ser pero de la que nadie tiene pruebas. Pero mañana, mañana, la probabilidad se convertirá en certeza, se parará el mundo para unos cuantos de nosotros, dejará de girar unos segundos o toda una eternidad, nos dará alas de seda y comenzaremos a suspirar aliviados o nos volverá de mármol y espanto.

Es extraño el poder tremendo que tienen las palabras, su modo de definirnos y cambiarnos, de movernos por dentro, de tambalearnos enteros. No hemos nacido para defendernos de su peso, para esquivarlas, no aprendemos a lucharlas en la escuela, sólo fingimos que no hemos sido alcanzados por su dureza, por su filo afilado y profundo, avergonzados de que algo tan pequeño que no se puede coger con las manos sea capaz de dolernos tanto.

Mañana me levantaré y probablemente salga el sol iluminándolo todo, mañana desayunaré como todos los días y me arreglaré para ir a trabajar. Mañana cogeré el coche e iré a donde debo, y trabajaré en mi trabajo extraño de todos los días. Mañana volveré a casa para hacer la comida, y nos sentaremos a la mesa para charlar entre bocado y bocado, para contarnos nuestro día. Mañana volveré al trabajo y más tarde al taller, y es posible que olvide durante todo el día que es mi cumpleaños. Es verdad, mañana será un día como cualquier otro, pero mañana, para mí, para los que quiero, puede que cambie el mundo.

sábado, 9 de abril de 2011

Encrucijadas

M dejo ir por la escalera, desciendo los peldaños uno a uno, elijo conscientemente cada uno de los recodos que me llevan a donde siempre, seleccionando entre todo lo posible (todo, todo lo posible) sólo aquellas cosas que me apoyan, que me arrastran a donde sé ir tan bien, a donde de algún modo quiero estar.

Porque lo otro, la luz, la vida, la risa, necesitan otras vías, otras trochas, otras músicas que no tengo, requieren esfuerzo y perseverancia, la misma que he estado empleando para hundirme en la miseria, para bucear en esta oscuridad tan profunda. No se improvisa otra vida de la noche a la mañana, en un segundo o con un acto de voluntad.

Así que cuando entra el sol por la ventana, cuando me da de lleno en la cara desde el lucernario del techo, me siento transportada a otro mundo, recuerdo que hay otro camino, incluso puedo imaginar en qué consiste y cómo recorrerlo. Hasta me siento tentada a hacerlo, me gusta esa otra persona que imagino, con la cara llena de sonrisa y los ojos brillantes, con la risa en la boca y el paso ligero.

Pero para llegar ahí hay que ponerse a caminar, para caminar hay que saber dónde empieza el camino, hay que dejar que los ojos se desprendan de lo conocido y comiencen a buscar otros agarraderos, hay que tener la voluntad de aflojar los músculos de la cara y las manos, hay que soltar las piernas, vigilarlas, tutelarlas para que no vuelvan a las sendas que conocen de memoria. Y de momento no tengo fuerzas para ello.

Lo bueno: ahora sí sé que hay otra vía, otra manera, otro camino. Un día no muy lejano me decidiré y caminaré por los campos soleados, en medio de las pequeñas flores silvestres que crecen solas en los pastos, con la luz en la cara y la risa en los labios. Te lo prometo.

jueves, 7 de abril de 2011

Grito

Me enfado, es ridículo, no tiene sentido, pero yo me enfado. Viene de abajo, una fuerza telúrica apoyada por el pensamiento cierto y claro de que he sido maltratada. No importa que el maltrato sea mínimo, parcial, subjetivo incluso. El enfado llega apretándome la mandíbula y afilando mis uñas, volviéndome de hielo, una hoguera dentro mío que se convierte en piedra blanca y fría sobre mi piel y mis ojos.

Quisiera disimular pero resulta imposible, mi cuerpo sigue ahí pero el resto de mí vive en esa hoguera invisible en la que me debato. A veces alimentándola, a veces intentando apagarla sin resultado alguno. Y es extraño sentir que he dejado de ser yo, que tengo un vestido puesto encima del que podría desprenderme si encontrara las aberturas, los lugares por donde pasan la cabeza y los brazos.

Me gustaría ser otra en ese instante, alguien más distante, alguien con más mundo, alguien capaz de reirse de las tonterías, de eliminar la injusticia, alguien con la fuerza suficiente para modular lo que pasa dentro suyo, alguien más alto, más fuerte, más vivido, más serpiente.

Llevo muchos años conmigo y todavía me sigue trastornando este descenso súbito al desasosiego, esta rabia sorda casi sin motivo, esta tristeza enorme que sobreviene luego por no haber hecho lo que el cuerpo me pedía. Porque si por mi fuera sacaría las llamas de dentro afuera e incendiaría el mundo entero, atravesaría con mis palabras los corazones hasta dejarlos muertos, paralizaría a los pájaros en pleno vuelo y marchitaría las flores con mi mirada. Gritaría, gritaría tan fuerte que estallarían las ruedas de los coches, y aparecerían fisuras en lo edificios, y se abrirían simas en medio de las plazas y en los patios de los colegios. Y así conseguiría que todo parara por un minuto, un solo minuto, el tiempo suficiente para que llegaras tú y me abrazaras, para que me calmaras con tu sonrisa tranquila, con tus besos salados, para que me dijeras al oído mientras me meces despacio esas palabras pequeñas que se dicen a los niños cuando tienen miedo.