viernes, 23 de septiembre de 2011

Enfermedad y muerte

Yo podría haber sido cualquiera de ellos: ese hombre de pelo blanco que vive en los ascensores empujando camas, sillas, que conoce las tripas de este infierno como los rasgos de su cara, que distribuye el dolor a donde le piden que lo haga; esa mujer empeñada en acarrear cubos, mopas, trapos, limpiando para quienes nunca se lo van a agradecer porque se están quedando ciegos ante su propia podredumbre. Podría ser esa chica de la cola de caballo y los zuecos rojos, repartiendo pastillitas de nombres impronunciables -toda secta tiene su propio lenguaje- por los cubículos, memorizando números, dosis, fórmulas, horarios, esclava de los cuerpos y de los brujos que todo lo pueden. O podría haber sido ese hombre de los ojos rasgados, diferenciado del resto tan solo por el letrero de su bata blanca, andando con majestuosidad por los pasillos, con una cohorte silenciosa e invisible atenta a sus más mínimos designios.

Desde que tengo uso de razón quise ser uno de ellos, trabajar aquí, vivir aquí, moverme, dormir, caminar, respirar aquí. Si lo hubiera conseguido habría aprendido a dividir los cuerpos en fragmentos claramente diferenciados, a seguir la pista repugnante de los humores y las miasmas de los dolientes, a convivir con la impotencia de saber que mi arte es escaso y efímero, a ignorar el sufrimiento ajeno para que no me infecte, para que me permita pinchar, sangrar, levantar, maniobrar, abrir cuerpos con mano firme. Formaría parte de una máquina bien engrasada y conocería perfectamente mi lugar en el mundo a costa de borrar todo lo que no puede ser cuantificado, medido, analizado, encajado en un molde. Durante unos turnos interminables me dedicaría a arrancar gente de la muerte a costa de olvidar en qué consiste estar vivo, encerrada como ellos, los que sufren, entre estas paredes blancas, donde todo es como debe ser, donde todo funciona milimétricamente y la gente se preocupa con razón, donde se lucha de veras por la vida pero donde, sorprendentemente, la vida no tiene espacio para ser vivida.

Un amigo que conoce las tripas de este edificio me contó que el sexo es fácil y frecuente en este lugar. Quizá los hombre que acarrean camas, las mujeres con sus mopas, las muchachas con sus drogas, los brujos circunspectos que habitan este monstruo inevitable (esos que en la vida real se llamarán Pepa, Juan, Antonia, Bea y que aquí no tienen nombre) no han encontrado otra manera de conjurar la vida, de anclarla a su cuerpo, de liberar tanta pena, tanto dolor expuesto ante sus ojos, tanta impotencia empaquetada en tan poco espacio.

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