viernes, 3 de septiembre de 2010

Obligaciones

Hoy tengo que hacer algo que no quiero hacer. Si fuera pequeña gritaría: "¡no quiero, no quiero y no quiero!", y patalearía y montaría un espectáculo hasta que un adulto me dijera lo que quiero oír. Los niños pequeños no saben de obligaciones, no tienen las dobleces que se nos han ido haciendo a los adultos, para ellos todo es la inmediatez del deseo así que no conocen los intereses, las estrategias, los futuribles o las postergaciones de la gratificación.

Pero yo no soy un niño así que tengo que hacer algo hoy que no quiero hacer y , para conseguirlo, he de ponerme en mi contra. No bastará con que haga de figura sensata recordándome a mí misma por qué debo hacer esto que no me apetece en absoluto, las razones son claras y meridianas, no hay nada que se les pueda objetar. Lo que necesito es salir de mí misma para encontrar el modo de convertir lo que no quiero en lo que quiero, inventar la manera de atravesar esta experiencia con el menor peso posible, con la menor sensación de condena que pueda conseguir.

Así pues, siendo quien no soy (esa niña que grita que no quiere, y que no quiere, y que no quiere), elaboraré una lista con todos aquellos placeres secundarios y posibles que lo que tengo que hacer me puede proporcionar. En este caso una conversación agradable y profunda con alguien con quien hacía tiempo que no conversaba, una copa a la orilla de mar, un rato de asueto en solitario en mitad de la noche...y algunos placeres más que puedo ponerme a inventar y que pertenecen, definitivamente, a la imaginación.

Pero para disfrutar de todo esto tengo también que acallar mis miedos, esos que me hacen no querer lo que no tengo otra posibilidad que afrontar. Y eso es más difícil porque, como dijo alguien, el miedo es libre...y gratis. O sea que no tengo más remedio que ponerme a explorar qué me asusta en concreto y cómo puedo minimizar esta sensación. Pero, qué quieres que te diga, estas incursiones psicológicas en busca de la tranquilidad perdida me dan cada vez más flojera, es como ponerse a desenredar una madeja de hilos harapienta y llena de pelusas, intentando adivinar cual es el hilo principal, cual el accesorio, cual el que me liberará de la encrucijada en la que estoy.

En cualquier caso, con encrucijada o sin ella, con ganas o sin, con miedos o no, voy a tener que hacer lo que no quiero hacer. Supongo, con mucha desgana la verdad, que en eso consiste lo de ser adulta, en cumplir con las obligaciones que mi edad (y mi propia integridad, no nos engañemos) me impone, por más que los huesos se me pongan blandos y una niñita dentro mío siga gritando, cada vez con menos convicción y más miedo, aquello de "no quiero, no quiero y no quiero". Perra vida.

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