miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ropa vieja

Vuelvo de un viaje, uno físico, con barcos y kilómetros devorados, y camas distintas a la mía, con otros desayunos, otros baños y toda la ropa de que disponía en una maleta roja y desvencijada. Ha habido trayectos en coche, casi siempre los mismos, y tiendas que no he visto, y calles conocidas que esta vez no he transitado, y paseos al supermercado para reponer el pan que se acababa o comprar algo para compartir en nuestras meriendas campestres bajo techo.

Pero ese no fue el viaje importante, sólo fue el marco, el envoltorio, lo que un espectador casual y un poco curioso podría haber visto de haberle interesado, una base necesaria sobre la que transitar para poder realizar el verdadero viaje, el que en realidad no puede ser contado, el que no se ve con los ojos de la cara.

He estado en lugares oscuros y ajenos que daban miedo y he salido de ellos asombrada, a veces asustada y, curiosamente, mucho más alta. He visto soles azules que nacían en mi pecho, y una luz amarilla que disolvía mi cuerpo viejo y manido para convertirme en un pez volador de los espacios inmensos. He llorado, a veces de alivio, otras de alegría y unas pocas, cómo no, de pena. He jugado con la electricidad como si fuera una experta, sin saber del todo qué estaba construyendo o si eran peligrosos mis inventos. He visto gente dentro mío señalando caminos que ya no me pertenecen y he intentado convencerlos de que ya tivueron su oportunidad y ahora es la mía, tengo derecho a equivocarme yo solita, y a encontrar el tesoro por mi misma.

Y en medio de toda esta alquimia sencilla e invisible, he encontrado personas creciendo a mi lado, construyendo entre todas un bosque espeso y profundo donde perdernos y descubrirnos y ser libres, donde poder jugar a sentir miedo o a sabernos poderosas. He encontrado a Marta, a Andrea, a Ernestina y su pelo y sus entrañas doradas, a Eva, a Carmen, y a Virginia, la sabia y hermosa Virginia de nuevo, a las madres y las hijas, a mujeres altas y mujeres bajas, algunas con cabellos cortos y otras con melenas indomables, algunas bajitas y otras grandes como faros, todas nosotras tan parecidas y tan distintas, todas juntas por algo, comiendo chocolate como locas, riendo para disolver el miedo, haciendo espacio para el llanto o el descubrimiento (que a menudo van juntos), abriendo burbujas en la vida cotidiana para hacerle un hueco al milagro, a la maravilla de estar vivas, al conocimiento profundo y al juego perpetuo que supone esta suerte inmensa de tener un cuerpo.

Y vuelvo a casa más grande y no sé si me vendrá la ropa que dejé en el armario, ni si sabré calzar de nuevo mis zapatillas de estar por casa, o si los espejos sabrán devolverme el cambio que ha sufrido mi cara. No importa, nada de eso importa, estoy viva y respiro y mi corazón late, y hay brazos que me esperan en el puerto, y casas por barrer, y estoy contenta de viajar, ir y volver, recogerme y crecer. Juego, soy feliz, no se puede pedir más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario