martes, 1 de marzo de 2011

Invalidez y letargo

Me siento al borde de la carretera y espero, no sé muy bien qué espero. Que pase un coche, supongo, que pare a mi lado, abra la puerta y me invite a subir. Que me lleve a un nuevo lugar, a ese en el que quiero estar, ese lugar concreto en el que quiero estar. Pero es absurdo: ¿por qué iba a aparecer un coche a mi lado y decidirse a parar? ¿por qué me invitarían a subir? Y, sobretodo, ¿por qué imagino que me llevarían a donde quiero ir, exactamente a donde quiero habitar?

Pero es más sencillo quedarme aquí, por lo menos lo era al principio, esperar, siempre esperar, para poder decir que no fue culpa mía, que simplemente no pasó porque no tenía que pasar. Esperar sin tener que luchar, esperar. Parecía un buen plan.

Pero descubro un día que hay un charco debajo de mí, que me estoy disolviendo en la nada, absorbida por la tierra, que desaparezco, un liquido espeso y maloliente que no sirve ni para alimentar a las plantas, un charco, nada.

Dicen que todo ocupa su lugar, quizá este sea el mío, al borde del camino, mirando correr al resto, esperando a morir para convertirme en un buen soporte de alguna enredadera, un montón de huesos blancos al borde de la carretera sosteniendo una tomatera silvestre, una planta que también cumplirá su función alimentando a alguna de esas almas que sí sabe caminar, que recorre el asfalto como si conociera su destino. Todo tiene su lugar, es cierto, pero yo no me resigno al mío.

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