lunes, 10 de enero de 2011

Bach.

La primera vez que escuché las variaciones Goldberg fue a instancias de un amigo, en un descanso del trabajo. El, asombrado de que yo no las conociera, puso el CD, la interpretación de Glenn Gould de los años 80, no la que los puristas consideran su mejor versión, que es de los años 50, cuando todavía no era un loco encerrado en su casa que se negaba a dar conciertos y que grababa sus interpretaciones sentado en una sillita inverosímil, ensuciando la grabación con sus tarareos. En fin, que puso la versión que más me gusta.

En cuanto sonaron las primeras notas me quedé paralizada, como si me hubiera alcanzado un rayo, como si me estuvieran creciendo a toda velocidad raices que salían por cada poro de mi piel, como si hasta ese momento hubiera estado ciega y acabara de ver la luz por primera vez, como si me estuviera ahogando de pena en el fondo del mar. Luego me puse a llorar.

Todavía no entiendo de dónde sacó Bach algo así, qué clase de persona era para inventar una melodía con semejante poder, si la compuso después de mucho esfuerzo, o fue algo rutinario y no le dió niguna importancia, o si sintió como si ya la supiera antes de escribirla. No entiendo tampoco cómo algo escrito por un señor que llevaba peluca, que no conocía la luz eléctrica, alguien para quien mi mundo sería una verdadera locura, cómo esta persona con la que estoy prácticamente segura que me sería imposible congeniar, es capaz de emocionarme hasta este punto.

Todavía cada vez que la escucho, conecto de manera inmediata y brutal con la tristeza, siento que se abre un canal desde mi cuerpo hasta ese lago profundo y oscuro que se aloja bajo mis pies, bajo los pies de cualquiera que sepa algo de orientación, el lago en el que reside la pena. Es un camino certero y seguro, una autopista que puedo frecuentar con sólo hacer sonar lo que Bach escribió sin pensar para nada en mí, en tí, en ninguno de los que ahora poblamos el mundo. Por eso elijo con cuidado el momento de escucharlo, mejor si estoy sola, si quiero sacar algo que me oprime, si quiero bucear un rato, si quiero sentir de verdad mi propio peso.

Pero a veces, como hoy, se me olvida y la pongo sin recordar que para mí es una llave y me asalta de nuevo la certeza de que cada nota de comienzo es una lágrima, de que voy a morir algún día, de que no hay pena suficiente para lamentar algunas cosas, de que todo es efímero y pasajero, de que nunca, nunca, podré ni siquiera imaginar cómo es tener un don tan increible para la música, para cualquier cosa, como el que tenía Bach. Y me pongo a llorar.


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