jueves, 18 de noviembre de 2010

Agresión

Alguien que pasa a tu lado por la calle de repente entierra el puño en tu pecho y te arranca el corazón dejándote un hueco negro y dolorido. Luego lo lanza contra el suelo y lo aplasta con el pié. Dice que tiene razones para ello, que le has insultado, que quien te has creído que eres. Y tu solo puedes pensar, mientras te agarras la herida con las manos para que no salga nada más, que no sabes quien es esta persona, ni si te cruzaste alguna vez en su camino.

Quizá recuerdes su cara como la de alguien con quien te subiste en el ascensor, o quien coincidiste en la cola del supermercado, alguien no demasiado cercano en cualquier caso, y no sabes muy bien qué hacer. Llorarías y te tirarías al suelo si la gente no mirara, si pudieras explicar qué está pasando, si encontraras tu corazón entre tanto estropicio. Y te dices que lo mejor que puedes hacer es fingirte muerta como te quiere esa persona que te mira airada, las manos todavía ensangrentadas, hacer por no existir, camuflarte en las sombras de cualquier esquina, cualquier cosa que impida que vuelvas a sentir ese dolor nunca más en tu vida.

Pero los adultos no hacen nada de eso, se autoregeneran con tiempo y con trabajo, recomponen sus entrañas y razonan, intentan aclararse con el agresor, entenderle, comprobar si lo que dice es cierto, si de verdad le hiciste tanto daño como pretende. Y sabes que se puede, que de estos atropello se sale, que siempre se sobrevive. Así que te vas a tu casa y rellenas con algodón empapado en betadine ese hueco horrible que ahora es tu torso, te acunas para acallar el dolor y te dedicas a reunir fuerzas para volverte a levantar, para curarte, para hacer nacer de nuevo un corazón, aunque estés cansada de tanto trasiego, aunque estés harta de andar inventándote de nuevo, aunque preferirías dormir mucho, mucho tiempo....a ser posible en una isla desierta.

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