miércoles, 29 de diciembre de 2010

Compañía

Aquí está, de vuelta, el pequeño gatito negro de uñas afiladas que se aferra a mi pecho. Aparece casi siempre por la noche, cuando estoy cansada, cuando el silencio se adueña del mundo. Entonces lo siento acurrucarse junto a mi corazón, como si necesitara escuchar mi latido, como si bebiera de él, igual que haría con su platito de leche. Es en el silencio cuando puedo escuchar sus débiles maullidos, sonidos inconexos que deben tener un significado que no alcanzo.

El gatito que no tiene nombre a pesar que me acompaña desde hace tanto clava sus uñas bajo mi piel pidiendo caricias, pero me duele y entonces mi mente se pone frenética intentando encontrar una explicación a su aparición repentina, quizá algo que hice mal, o algo que no hice, o algo importante que estoy olvidando, puede que algo evidente que me niego a ver. Quisiera huir, para eso trabaja mi cabeza con tanto ahínco, para hacer que se vaya, que se marche, que me deje sola, para que me permita descansar.

Pero no se puede huir de algo que vive dentro tuyo, no puedes huir de tu hígado, de tus intestinos inflamados, del caos que todo cuerpo es mirado desde muy cerca. No puedo marcharme, no puedo no estar aquí. Me siento en el sillón, o frente al teclado, como quien se apresta a la lucha, una lucha desigual para la que no tienes armas o conocimientos suficientes, una lucha no elegida pero inevitable. ¿Y con qué me encuentro? Con que todo es absurdo, no puedes luchar con semejante angustia contra un gatito pequeño de ojos verdes que está tan asustado com tú.

¿Y sabes qué? Preferiría no estar contándote esto, es cierto, preferiría estar en una playa tumbada al sol en plena noche, o riendo una comedia cualquiera, preferiría tener otra mascota diferente, más llevadera, más comprensible, un loro por ejemplo, algo, alguien de quien entendiera el lenguaje, algo, alguien que me contara deprisa qué está pasando para poder solucionarlo y ponerme luego a leer la novela de turno.

Pero sólo tengo un gato, un gatito pequeño al que no sé ponerle nombre, un animalito tan asustado que se me agarra al pecho con sus uñitas afiladas dispuesto a no separarse de mí ni un segundo, un gatito pequeño que me hace daño sin saberlo, consciente sólo de su propio miedo y no del mío, y solo queda abrazarlo, calmarlo, acariciarlo despacito arrullándolo con las palabras que inventamos para los bebés chiquititos.

Y aquí nos tienes a los dos, metidos en una cueva oscura, asustados, yo fingiendo no tener tanto miedo para poder consolarlo, para que así me duela menos, él aferrándose a mí como si en ello le fuera la vida, solos pero decididos a aguantar lo que haga falta. Porque el único modo de salir de aquí es quedarnos hasta que nuestros ojos se acostumbren a la oscuridad, hasta que podamos ver un resquicio de luz, hasta que encontremos la puerta. Mi gato y yo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario